Pegando la hebra (tercer premio)

24.01.2013 00:03
Julio Martín Plasencia

 

Desde la capital a Torrecilla hay 57 kilómetros, 35 de autopista y 22 de carretera secundaria, o mejor dicho, en coche, sin correr, 20 minutos de autopista y otros cuarenta de la secundaria; total, una hora.

Torrecilla circunda, hacen frontera sus tierras con las de Villagordo, Retuesca y Las Cañadas, esta última villa en la raya de la provincia. Villagordo es cabeza de partido, allí está el Registro, la farmacia, la Caja de Ahorros, la notaría y el juzgado.

Como de costumbre, me dirigí a la plaza a la cita con Porfirio, a disfrutar de su verbo, a aprender de su sabiduría, es decir, a pegar la hebra un rato.

El bar, que es también el casino, lugar de reunión de los vecinos de Torrecilla, está al completo. Unos juegan al dominó, golpeando con fuerza las fichas sobre la mesa de mármol; otros juegan a la brisca, al mus o al tute. Porfirio, junto a la ventana, hojea el diario. Al verme entrar me hace una seña invitándome a sentarse en su mesa.

Porfirio es un ser primario, lacónico, llano, muy suyo. Se le puede considerar como el arquetipo del campesino castellano, que conoce y ama a su tierra. Cuando habla lo hace con cierto ceremonial, sopesando cada una de sus palabras, como si estuviera pronunciando una sentencia y complaciéndose en sus afirmaciones.

Detrás de las declaraciones de Porfirio se esconde una filosofía socarrona y rudimentaria, no exenta de perspicacia, llena de sinceridad y contenido. Es un lenguaje austero, limitado, de no muchas palabras, pero muy directo, algo que para sí quisieran muchos que se denominan intelectuales y dominadores del idioma.

La conversación transcurre con calma, sin prisas, con reflexión, al sosiego de un vaso de clarete.

Le ofrezco un Ducados.

-Fume, fume, que de buena gana le acompañaría; mire, ahora no puedo, el médico me lo ha prohibido, y como siga recortándome, sólo me va a dejar respirar, y porque sin eso la cascas, si no también. ¡Hay que joderse con la medicina preventiva!, te alarga la vida pero te quita todo lo que te gusta: fumar, comer, beber, y sin eso, en qué se queda la vida, en “na”.

Porfirio hace una pausa, bebe un sorbo de vino, lo saborea y prosigue:

-Y si sólo fuera lo de dejar de fumar... Mire, cuando el médico me puso a régimen, la verdad, lo pasé muy mal, añoraba las judías con chorizo y los huevos fritos con morcilla. ¡Menudo cambio! Pasar a comer yerbas es un poco fuerte, pero qué le vamos a hacer...

En la comida, de primer plato, suelen darme hortalizas, yerbas y verduras crudas, regadas con un chorrito de aceite de oliva, lo llaman ensalada, y cocidas, de segundo; lo llaman panaché.

Al principio me pareció un atentado a mi dignidad, pero, ¡a la fuerza ahorcan!, me fui acostumbrando y, la verdad, reconozco que el cuerpo lo agradece porque, entre otras cosas, me cuesta menos subir la cuesta.

Pero yo añoro el placer de echar un pito. Yo gastaba tabaco de picadura y papel “zig-zag”, y tenía mucha habilidad en mezclar el tabaco sobre la hoja de papel y liar el cigarrillo presionando con índices y pulgares. Ofrecer la petaca y liar.un cigarro formaba parte del ritual de la conversación.

Oiga, usted viene de la capital, ¿no? -me interroga mirándome fijamente a los ojos.

Pues yo no sé por qué aquí en los pueblos no hacemos monumentos al personal, como en las capitales. Si de mi dependiera, levantaría uno en medio de la plaza a la memoria de Sisinio Molpeceres, que fue alcalde de Torrecilla en el 36 y según cuentan los más viejos de por aquí, cuando estalló la guerra (yo no puedo acordarme porque entonces era un niño de teta) y vio que la cosa se ponía fea, reunió a todo el pueblo en el Ayuntamiento, se puso serio y dijo: “Esto se está poniendo muy mal, y aquí he dicho que no se hace nada a nadie, ni de un lado ni del otro, y el que quiera, primero tiene que hacérmelo a mi”. Oiga, qué hombre, los tenía bien puestos.

-Verdaderamente, Porfirio, tiene mérito lo que dices de ese hombre.

-Pues mire usted, se impuso, y en este pueblo nada hicieron los unos ni los otros. Como debe ser, ¿no le parece?

-Por cierto, usted nació en el 36, cuando estalló la guerra civil. ¿No es así?

-Efectivamente. La guerra estalló el 18 de julio de 1936, San Camilo, sábado para más señas. Ese día nací yo, ¡qué jodía casualidad! Me pusieron de nombre Porfirio por mi abuelo materno, Camilo por el santo del día y Macario por un hermano de mi padre, que emigró a la Argentina y no volvió a saberse más de él.

Yo, más que el día que estalló la guerra, lo llamo el día en que casi todos perdieron la cabeza, unos más que otros, qué duda cabe.

Por cierto -me comenta Porfirio, cambiando de tema y levantando un poco el tono de voz-, ayer, escuchando un programa de radio, me di cuenta de cómo en poco tiempo está cambiando el idioma.

Últimamente a la gente, cuando habla y también cuando escribe, le ha dado la manía de cambiar el nombre de las cosas. ¿Por qué no se vuelve a la buena costumbre de utilizar las palabras que todo el mundo entiende? Es decir, las de toda la vida, las que hemos escuchado desde chicos, las que nos enseñó el maestro.

Mire usted, son ganas de enredar con tanto cambio y ganas de confundir al personal, de joder la marrana diría yo. A la comadrona ahora se la llama profesora en partos, al maestro, con lo bonita que es esta palabra, profesor, al practicante, ayudante técnico sanitario, al aparejador lo han convertido en arquitecto técnico, al asilo lo llaman residencia, y para qué seguir. A mí todo esto me parece un despropósito, una manera de complicar las cosas sin necesidad. ¿Usted qué opina de todo esto?

-Pues yo creo, Porfirio, que no le falta razón, que salvo algunas excepciones no veo justificado el cambio.

En silencio, como si se tratara del final de la proyección de una película, los hombres terminan sus partidas y se van marchando poco a poco; es la hora de la comida.

Nuestro contertulio da por terminado su monólogo, apura el vaso, me tiende la mano y se despide.

-Oiga, ha sido un placer charlar con usted, venga otro día y le seguiré contando asuntos de este pueblo, casi todos de menor importancia pero algunos, estoy seguro, le van a sorprender.